Austin Rivers, batalla contra su propio apellido

Busca el reconocimiento propio

Austin Rivers Clippers
Nil Alemany (SB)

A todos nos emocionan las bellas historias que se producen en la NBA, «huérfanos» que a base del trabajo y la constancia logran batir todas las barreras y cumplir su sueño, madres que lo dejan todo confiando en el talento de su pequeñín que, finalmente, con un tono picaresco y mucha garra, consiguen dominar en la NBA, sí, estoy hablando de Jimmy Butler y Draymond Green, por si no conocías sus brillantes y poetizadas biografías, porque sinceramente, ¿quién no se emocionó con las palabras de Kevin Durant en la entrega de su MVP, o con las truculentas anécdotas de Rodman, que acabó sobreponiéndose a su irreparable mente para convetirse en un gigante de este deporte? El público adora esas historias, que casi parecen recitadas por los juglares que recorrían cuidades siglos atrás, verisificando cantares de gesta de los más heroicos caballeros, transformados actualmente en jugadores de baloncesto.

¿Pero y si todo lo contrario a una infancia complicada se convierte en una adversidad? Este es el caso de Austin Rivers, el cual no tuvo que sobrevivir a un contexto complicado durante su niñez, ni tuvo complicación alguna en hacerse un hueco en la mejor universidad posible, la gran Duke. Sin querer desmeritar al bueno de Austin, su apellido lo elevó. Austin James Rivers, hijo de Glen Anton Rivers, aka Doc Rivers, All Star de la NBA, Entrenador del Año en su primera temporada y campéon de la NBA en 2008 con aquellos legendarios Boston Celctics de Paul Pierce, Kevin Garnett y compañía. El apellido Rivers le allanó el camino, y el talento hizo el resto, ganó el Naismith Prep Player of The Year, galardón otorgado al mejor jugador del instituto y, al año siguiente, en su primer y único año con los Blue Devils de Duke, se convirtió en líder indiscutible del equipo, a pesar de no comulgar del todo con la idea de baloncesto que proponía Coach K.

Llegó su salto a la profesionalidad, Austin llegó a la NBA siendo escogido con el pick 10 en el Draft de 2012 por los New Orleans Hornets, con unas expectativas altísimas, numerosos analistas, Stephen A. Smith entre ellos, lo colocaban con potencial All Star, estaba destinado a formar una de las mejores duplas de la NBA con Anthony Davis y llevar a los Hornets (ahora Pelicans) a lo más alto, pero no fue así. El peso del apellido Rivers a sus espaldas le hizo mella, quiso alcanzar la grandeza demasiado rápido, y la NBA es un mundo en el que la paciencia es la mejor virtud, sus ansias de querer imponerse antes que nadie, de establecer un legado, de elevar todavía más su apellido lo aniquilaron, dos temporadas y media en New Orleans que podríamos definir con una palabra, igual la palabra más dolorosa y cruel de todo el deporte: fracaso.

Quizás le faltaba confianza, quizás necesitaba un cambio de aires, quizás necesitaba una vuelta a sus orígenes. En Enero de 2015, Austin Rivers recaló en los Boston Celtics, convirtiéndose en un simple peón necesario para la llegada de Jeff Green a Memphis Grizzlies, la franquicia de Massachussets jamás mostró el mínimo interés por el heredero del que una vez los llevó a lo más alto, pero días después se produjo un hecho histórico. En otro traspaso a tres bandas, que también involucró a los Phoenix Suns, Austin Rivers se reunió con su padre en Los Angeles Clippers, quizás esa era la vuelta a los orígenes que tanto necesitaba el bueno de Austin, o quizá sólo era más presión añadida a un joven jugador que nunca fue capaz de lidiar con las expectativas. Pero esta vez el reto no iba de expectativas, nadie esperaba nada de él, nadie le pedía ser una pieza clave en el devenir de una franquicia, tan sólo era un jugador, con una carrera desmeritada, que se había ganado el hueco de base suplente en un equipo contender gracias el enchufe de su padre, o al menos eso era lo que no paraban de repetir las malas lenguas.

Austin Rivers logró lo que jamás había conseguido antes, demostrarle a sus críticos que se equivocaban, la temporada pasada, primera que disputó completamente con la franquicia de california, se consolidó como un jugador más que válido para la NBA. Su entrenador, con la ciega confianza que depositó en su hijo, le otorgó más minutos, y Austin no defraudó a su progenitor, estableciendo un nuevo career-high de puntos por partido y eficiencia en tiros de campo. Pero este deporte no son sólo números, es batallar hasta el final; a los aficionados nos encanta que un jugador se desviva por nuestra camiseta, bregar por lo que defiende hasta que su último suspire un suave y cortante «no puedo más». Y eso hizo Austin Rivers la temporada pasada, cuando todo estaba perdido para el equipo angelino, sin Chris Paul ni Blake Griffin, jugándose permanecer en los Playoffs en un Moda Center abarrotado, y con 11 grapas en su ceja, Austin Rivers dió una cátedra de espíritu gladiador, batalló hasta el último minuto ante Damian Lillard y compañía, y no paró de luchar por la camiseta que llevaba puesta, quizás porque implicaba no defraudar al entrenador que confió en él, su propio padre, quizás por eso o por el tan simple y puro orgullo propio, Austin Rivers se vació físicamente y emocionalmente en ese partido, dejando una de las imágenes más conmovedoras que se han podido ver en los Playoffs en esta década, la imagen de un chico de 23 años, con la sangre manando de su rostro, enfrentándose ante la impotente derrota.

Es curioso lo olvidadiza que es la gente; semanas, tan sólo semanas después del espectáculo guerrero de Austin Rivers, la afición volvía a importunar al hijo del entrenador por defender lo que merecía, un nuevo contrato con el equipo que le otorgaría casi nueve millones de dólares al año. Las injurias acusándolo de enchufado y sobrevalorado no tardaron en aparecer, quizás 9 millones de dólares al año eran demasiado para un jugador que aparte de exhibiciones en partidos determinados, jamás había alcanzado los 10 puntos por partido. Todas esas críticas podían haber minado la confianza de Austin Rivers, pero todo lo contrario, el hijo de Doc Rivers volvió a sobreponerse, y esta temporada ha elevado su nivel a cotas nunca vistas en él. Career high en puntos (12), rebotes (2.2) y asistencias (2.8) por partido, también pulveriza sus mejores registros en efectividad en tiros de campo (44.2%), efectividad desde el triple (37.1%), True Shooting Percentage (54%), Player Efficiency Rating (11.4), Win Shares (2.5) y Value Over Replacement (0.2). Números que tan sólo confirman lo que veníamos apreciando desde hace unos meses, la continua progresión de un jugador, que con una voz que parecía cortada y feble, no para de gritarnos que no sólo merece ser reconocido como «el hijo de Doc Rivers», él es Austin Rivers, un jugador que está cimentando su propio legado. Seguramente no llegue nunca a ser All Star, ni siquiera se consolide nunca como titular en estos LA Clippers, pero ha demostrado que se merece un hueco en la NBA, y sobre todo, se merece el reconocimiento propio que tanto anhela.

He aprovechado esta lesión de Austin Rivers para hablar un poco sobre él, porque como dice el dicho, uno nunca sabe lo que tiene hasta que lo pierde, muchos jamás pensarían necesitar al hijo de Doc para los Playoffs, pero la realidad es que sí, lo necesitamos, y cuanto antes mejor. Utah Jazz es un equipo muy complicado de vencer, y todavía más si te falta tu mejor jugador desde el banco, porque efectivamente, Austin Rivers ya ha superado a Jamal Crawford en esa faceta, pero esa, esa es otra historia.